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La apertura de la escuela de la Misión.(Episodio de la histoira de Boké) Ramon Sarró Maluquer |
El padre Dubois se ha levantado hoy más temprano de lo habitual. A las cinco de la mañana ha concluído ya todas sus oraciones, ha desayunado, y anda de un lado a otro dando nerviosas órdenes al hermano Aquiles y a los tres muchachos de que dispone la joven estación apostolar del Sagrado Corazón de Jesús de Boké. "Pero hermano Aquiles, ¿aún no habéis limpiado el patio de la escuela? Venga, hay que desprenderse de toda esa basura antes de las siete de la mañana. ¿Y la puerta trasera?, válgame el cielo, si no la habéis puesto, ¿dónde está el carpintero? Ya sabes que el comandante nos ha prometido que los alumnos llegarán a las siete de la mañana, y puede que él mismo se digne a venir a inaugurar la escuela. Ah, Dios mio ¿Cuántos niños vas a enviarnos a esta obra para que aprendan a amarte, adorarte y servirte como hijos tuyos que son?" A las seis y media, el Padre, lleno de polvo y de sudor tras los últimos preparativos, se lava, se arregla y se dispone a recibir al numeroso grupo de niños que espera en su escuela, esa escuela que con tanto cariño han construido él, el hermano Aquiles y los tres muchachos de Boffa que vinieron con ellos cuando les fue asignado este nuevo y virgen destino apostolar, hace ya casi un año. A las siete de la mañana no llega nadie. El Padre, con cierta experiencia africana, espera. A las siete y media, no pasa nada. A las ocho llegan tres niños, posiblemente por error, tal vez porque piensan que esos señores blancos vestidos de blanco van a darles caramelos, como les han dado en días anteriores, cuando iban a verles mientras construían este edificio ahora recién terminado. El Padre, ya cansado de esperar un milagro que no presenta demasiados visos de suceder, da una palmada y dice: -"Hermano Aquiles, si Nuestro Señor no ha encontrado más que tres niños en esta ciudad dignos de que les enseñemos a amarle, no seremos nosotros quienes encontraremos más; venga, pues, manos a la obra. Adentro, hijos, bienvenidos a la Civilización". Los niños, sin entender nada de nada y, por supuesto, sin caramelos, se meten en el recién terminado edificio. En este momento, empero, la llegada de nuestro administrador colonial viene a interrumpir el orden de los acontecimientos y a alterar substancialmente la historia de Boké. -Buenos días, Padre. -Buenos días, mi comandante. ¿Viene Ud. a la inaugurar nuestra escuela? Pues figúrese que llega a tiempo, porque íbamos a empezar en este preciso instante a impartir un curso de francés a nuestros queridos alumnos. -Ah, muy bien, muy bien, dice el Sr. Milanini, comandante de la Región de Boké. Y ¿cuántos son? ¿cincuenta, sesenta? -Oh, no tantos, mi comandante, je, je. Nuestro Señor se ha limitado a ofrecernos tres; pero es un buen principio; al fin y al cabo, je, je, tres es un número muy cristiano, quien sabe si algún día llegaremos a treinta y tres... -¿Cómo que TRES? -grita el comandante, furibundo -¿Dónde está ese viejo borracho de Sara? Le ordoné claramente que hoy tenía que llenarnos la Misión de alumnos, cincuenta por lo menos. -Oh, mi comandante -replica nuestro Padre, a quien no le hace mucha gracia mezclarse con el viejo Sara, rey de los landumán, antaño un verdadero terror en la región-, deje Ud. en paz a nuestro caduco y fetichista rey, que no sabe ni dónde tiene la cabeza. Recuerde lo que dijo el doctor del Puesto: que el consumo desmedido de la nuez de cola ocasiona graves trastornos en la frágil mente de estos pobres negros, a los que el diagnostica, con gran acierto, de "colómanos". Déjele, mi comandante, al fin y al cabo, cualquier día de éstos va a morirse y otros vientos soplaran para nosotros; y quién sabe si estos vientos no serán el soplo de la palabra de... -Déjese de monsergas, Padre -interrumpe Milanini, quien como buen administrador de civilización francesa, laica y republicana, no comparte el fervor religioso de los misioneros, que en realidad incluso le irrita-. En tanto comandante de Boké, mis órdenes a todos los reyezuelos de la región deben cumplirse a rajatabla. Venga Ud.; vayamos al fuerte. Vamos a demostrarle al tarugo de Sara quién es el rey... y quién el comandante. El pobre rey Sara, sentado en la varanda de su casa de Boké, mascando una sabrosa nuez de cola, roja y amarga como su propio destino, no da crédito a sus oídos ni a sus ojos. Tiene delante de sí a seis tirailleurs y a su hermano menor -su "Ministro" como le llama el comandante-, que intenta hacerle comprender lo grave del asunto. "¿Que el comandante me arresta? -pregunta Sara, rey de los landumán-, ¿y con qué cargos? ¿qué se figura que he hecho, ahora?" -Al parecer, hermano, has desobedecido sus órdenes. -¿órdenes?, ¿qué órdenes? Sí, en honor a la verdad hay que admitir que el viejo rey Sara ha olvidado por completo que unos días antes el comandante le había ordenado que hoy, 14 de marzo de 1898, a las siete de la mañana, debería haber cincuenta alumnos en la escuela de la Misión. "Debería castigarse tal indiferencia hacia la Civilización que venimos a ofrecerles" escribirá luego el atónito Padre Dubois en su diario. A decir verdad, el rey había prometido cumplir la orden sin atreverse a admitir que no sabía muy bien qué significaban esas nuevas palabras: "alumno", "escuela", "Misión". En fin, cosas de la edad, o de los tiempos. El caso es que media hora más tarde se celebra en el fortín de Boké una reunión de tono más bien grave entre el rey, su hermano, el comandante, su intérprete y el Padre Dubois, quien hubiera preferido empezar su obra con tres alumnos en vez de armar tanto jaleo... -Excelencia, -acusa el comandante, expeditivamente-, habéis osado, de nuevo, incumplir mis ordenanzas, en contra de todos los tratados que vos mismo habéis firmado conmigo o con mis superiores. En consecuencia, consideraos desde este momento arrestado y condenado a no salir de este recinto hasta que no haya en la escuela de la Misión cincuenta alumnos y a pagar una multa de doscientos francos. ¿Me habéis entendido? No, el rey no ha entendido absolutamente nada. Una vez el intérprete consigue explicarle, en susu, que no saldrá de ésta hasta que no envíe cincuenta niños a ese nuevo edificio blanco que ese par de barbudos blancos vestidos de blanco han construido en la llanura, a unos trescientos metros del fortín de Boké, y hasta que no pague una multa de doscientos francos, el rey se pone a reír. -Ah, conque era eso -replica con aire de a quien le acaban de sacar de un grave apuro, dirigiéndose a su hermano en landumán- ¿Todo este follón por cincuenta críos y doscientos francos? Pues es esto sí que es fácil de resolver: Vete immediatamente al centro de la ciudad, coge cincuenta mocosos, llévalos al edificio que este par de jilipuertas han construido y ordena a cada padre de niño de los demonios que te dé cuatro francos para pagar la multa al cabrón de comandante. Si alguno se opone, ya sabrás tú cómo tratarlo... Venga, ¡aire!, que tengo ganas de irme a casa. Media hora más tarde, a las diez de la mañana, cuarenta niños hacen fila india a la puerta de la escuela de la Misión de Boké. El Padre Dubois y el comandante Milanini se miran satisfechos, uno maravillado del poder de Dios, el otro orgulloso del suyo propio. -No se preocupe, Padre, faltan diez, pero le aseguro que llegarán antes del mediodía, aunque tenga que organizar una expedición de castigo a los poblados de la región... -Oh, no se apure, mi comandante -responde el Padre, a quien las expediciones de castigo ocasionan no pocos problemas de conciencia-; a los que no hayan querido venir, ya se encargará Nuestro Señor de castigarlos. -Antes de comenzar vuestro curso, Padre, quisiera dirigir a estos niños privilegiados unas palabras de bienvenida a la Civilización. -Ud. dirá. -Señores, -empieza el comandante, dirigiéndose primero a los padres de los niños y a los curiosos que se han acumulado en el patio de la escuela-, la empresa que vuestros hijos inician hoy no es en absoluto insignificante. Se trata ni más ni menos que de la educación, de ese maravillo don que la Civilización ha venido a entregaros. Gracias a esta educación que vuestros hijos recibirán a partir de hoy, van a convertirse en hombres, hombres libres, capaces de emprender cualquier empresa, de iniciar cualquier carrera o comercio, hombres, en definitiva, iguales al europeo, con su misma lengua, su misma civilización, tal vez, algún día, incluso con sus mismos derechos. ¿No somos todos personas? ¿No somos todos iguales más allá de nuestro color y de nuestra lengua? Nuestra misión civilizatriz en Africa parte de este convencimiento, señores, y con este convencimiento queremos hacer de vuestros hijos hombres perfectos, parejos a los franceses, libres de la superstición y de la esclavitud a que indefectiblemente la vida tradicional africana va a abocarlos. Si queréis que vuestros hijos prosperen y den a vuestro pueblo el grado de dignidad que merece, deberéis velar a fin de que cada día vengan a la escuela. Y vosotros, -añade, dirigiéndose a los niños-, escuchad siempre las lecciones de los Padres, ellos os enseñarán las cosas buenas que hay que hacer y las malas que hay que evitar. Os enseñarán, también -añade, con tono menos entusiasta, como quien constata una mera obviedad-, a rezar a Dios y a pedirle que os ayude a aprovechar las enseñanzas que recibiréis. Después de su discurso, el comandante se dirige al fortín para liberar al pobre rey Sara. Son las once de la mañana, y el Padre decide que hoy, por ser el primer día, no habrá clase. En vez de ello, sermonea durante un par de horas a los niños en su balbuciente susu, reparte unos lápices y unos crucifijos y deja ir a los niños hasta mañana. Luego se sienta, y, junto a un delicioso café que le ha preparado el hermano Aquiles, escribe en su diario una relación detallada de los hechos de la mañana. "Pero si lo analizamos, como conviene, desde el punto de vista religioso -concluye su relato-, la apertura de nuestra escuela adquiere otra importancia. Hoy, por primera vez, suena la hora en que las múltiples tribus que pueblan estas regiones aún poco conocidas podrán aprender la religión de Nuestro Señor Jesucristo, docete omnes gentes... La hora ha llegado para estos pueblos; que el Sagrado Corazón de Jesús, patrón y protector de la nueva Misión, se digne a iluminar y a preparar por sí mismo los corazones de aquéllos que Él sabe quieren conocerlo, amarlo y servirle!..." Lo que no entiendo, hermano Aquiles -dice con tono reflexivo, mientras cierra la libreta y da un sorbo al café-, es dónde diablos habrán ido a parar aquellos tres simpáticos niños que habían venido de motu proprio y que luego han desaparecido. Realmente, Dios da con la mano derecha y quita con la izquierda... En fin, en vísperas de esta noche habrá que rezar por esas tres almas perdidas. París, 13 de octubre de 1996 |