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Recuerdos - La vaca
Ramon Sarró Maluquer

-Què fa el Ramon?
-El Ramon ramoneja.
Dita popular catalana, segona meitat del segle XX,
atribuída a Raimon Escalé, àlies Xai el “grenyes”


De pequeño, de muy pequeño, yo quería ser vaquero. Pero ojo, no un vaquero cualquiera, no. Yo quería ser un vaquero como el Juan de las vacas. “¿Qué quieres ser de mayor?” me preguntaban. “Vaquero” respondía, y mi respuesta era una abreviación de: “vaquero, como el Juan de las vacas”.

El Juan de las vacas era el vaquero, el único vaquero. Vivía el Juan en una finca llamada, dicen, Els paons blancs, y situada, lo recuerdo bien, entre La Noguera y l’Urgell, en la provincia de Lleida. Una finca que pertenecía a mi abuelo Quim y en la que yo pasaba los veranos. Bueno, no yo, sino nosotros. En la finca no había yo. La finca éramos nosotros y nosotros, hoy, somos la finca –inefable como el dolor que nos causó el tener que perderla tan súbitamente, inexpresable como un secreto de ancestro compartido en un banquete sacramental. Incluso me parece que cometo un sacrilegio al hablar de ella sin permiso de mis primos, hermanos y demás parientes con quienes me comparto en el recuerdo. Espero que sabrán perdonar esta centrífuga traición.

El Juan de las vacas era el vaquero. Su vida, desde mi párvulo punto de vista, era muy simple. Cuidaba las vacas y ordeñaba la leche fesca que bebíamos, cada mañana, con un poco de Neskuit. A mi primo Quim no le gustaba; “Prefiero la Ram”, decía, y hacía reir a la Maruja y a la Puri. Una vez, a escondidas, el Juan de las vacas nos dejó fumar un cigarrillo. Fue mi primer cigarrillo. Marta fue mi cómplice. Seguramente fue su primer cigarrillo también. Quisimos mucho al Juan, hasta el día que mató los cachorros de la Linda, su perra fiel. Aunque no, tal vez no los matara...

Todo lo bueno se acaba. Los veranos, desde luego, terminaban en septiembre, cuando volvíamos a Barcelona. Desde entonces todos los septiembres tienen, para mí, olor a finca abandonada. Volvíamos a la escuela, pájaros grises. El Juan de las vacas se quedaba en la finca, cuidando las vacas, pájaros verdes, melones, almendras, nueces, moras negras, higos negros e higos verdes, los preferidos de la abuela. Yo quería ser el Juan de las vacas, y quedarme todo el año en la finca, y cuidar de las vacas, y olvidarme de Barcelona y de sus pájaros grises.

-¿Qué quieres ser de mayor, Ramón?

-Vaquero, como el Juan de las vacas.

Mi prima Irene... Perdón. Mi prima, Irene, era mucho mayor que mi hermana, Marta, y por lo tanto mucho más soportable, y mucho más joven que mi madre, y por lo tanto mucho más soportable que ella también. Era una especie de mujer-niña eslabón entre jóvenes y adultos. Como un Tiresias ciego pero clarividente, como un Mercurio líquido y férreo, la bicéfala Irene gozaba del hermesiano don de la bipresencia; ora era una mayor para los niños, ora una niña para los adultos. Irene nos hacía jugar al tren, nos leía cuentos y nos llevaba a interminables paseos en las largas tardes de la finca veraniega. Para ella, caso único, yo no era Ramón, sino “Moncho”. Mi prima Irene. Mi prima, Irene.

Mi prima, Irene, un domingo, después de comer. Estábamos todos, todos los que éramos entonces, en casa de los abuelos, en Barcelona, uno de esos domingos que eran como la recreacion microcósmica de la finca veraniega, pero en pleno Eixample de Barcelona y, para mayor profanación, en pleno invierno. Irene, a quien sin duda divertía mi tenaz voluntad de cowboy, me preguntó, por enésima vez:

–Què vols ser, de gran, Montxo?

–Una vaca –respondí.

Evidentemente, esa no era la respuesta que Irene esperaba. “No”, me corrigió, “vols dir un ‘vaquero’”. Yo le respondí muy seriamente que no, que había dicho vaca y que quería decir vaca, y no vaquero. Irene, entre alucinada y alarmada, me explicó que eso no iba a ser posible: que uno puede ser médico, aviador, bombero, urbano (por ejemplo, el urbano Ramón) y, por supuesto, vaquero, pero no “una vaca”. Entonces me puse a llorar. “Però és que jo vull ser una vaca...” dije, entre sollozos.

Los mayores (y los medianos) se agruparon entorno a mí. “No, Ramon, no pots ser una vaca”.

Como el lector habrá sin duda deducido si tiene unos conocimientos medianamente ajustados del medio en el que vive, ese coro de realistas impertinentes tenía razón, y en la medida en que soy capaz de recordarlo, creo que consiguieron convencerme: yo no iba a poder ser una vaca. Que un vil gusano de seda se haga hermosa mariposa, pase. Que un asqueroso renacuajo se vuelva preciosa rana, lo aceptamos. Que una apestosa judía enterrada bajo algodón húmedo se convierta en una magnífica planta, no problem. Pero que un mocoso niño se haga majestuosa vaca, ah no! Todavía hoy, con mis sólidos conocimientos de biología y de metafísica elemental, sigo pensando que, aunque real como la vida misma, la situación es de una injusticia que clama a los cielos. Como diría el poeta: “Pues si los demás nacieron, ¿qué privilegios tuvieron, que yo no gocé jamás?”

No, no he sido nunca vaca, pero a medida que me hago mayor (en la medida en que me hago mayor), pienso que había mucha sabiduría en ese niño que quería ser vaca, y que a medida que me haga mayor (en la medida en que me haga mayor) mi sabiduría deberá consistir en retornar a ese deseo, a ese deseo basado en la común participación, en la experiencia colectiva de la finca, donde no había yo, sino nosotros, y donde el nosotros no se limitaba a los parientes, sino que era un nosotros global, cuya substancia se hacía tangible en las piedras, en los árboles y en las vacas del Juan de las vacas, símbolos perfectos de la vida armónica de la finca, pétreos monumentos rumiantes que abandonábamos cada septiembre con la alfalfa entre sus dientes para encontrar de nuevo cada junio, inamovibles, rumiando todavía la alfalfa comida en septiembre, ignorantes de la larga vida gris de la lluvia del colegio. En ese mundo de participación, ¿por qué no iba a poder ser, yo también, una vaca lechera y quedarme en la atemporal finca donde sólo hay verano sin nieve ni lluvia?

Si el lector o lectora se pregunta, con acertada justicia, si esta participación con la vaca ha despertado alguna vez deseos vegetarianos en mí, la respuesta es que no. Al contrario, experimento un placer indecible cada vez que como ternera, cada mordisco me parece una comunión mística con mi animal totémico, una participación completa con la naturaleza de la que me sé parte; y a la inversa, fue siempre mi cuento preferido el de Patufet tragado por un buey, Patufet en el cálido hogar primigenio del complicado y cíclico vientre bovino, Patufet que no tiene que ir a la finca para ver las vacas, pues ahí donde vayan ellas, él irá eternamente con ellas, protegido en su estival pantxa del bou donde, como en mi finca de infancia, ni hi neva ni hi plou. Pero el destino de Patufet, ¿no es también el de ser vomitado y retornado, expulsado, como todos, del imposible mundo de la posibilidad pura?