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Si esto es un objeto
(Una lectura de Vidas em jogo: Cestas de adivinhação e refugiados angolanos na Zâmbia, de Sónia Silva
)
Ramon Sarró i Maluquer

Vidas em jogo: Cestas de adivinhação e refugiados angolanos na Zâmbia, de Sónia Silva. Prefacio de Michael Jackson. Lisboa: Imprensa de Ciências Sociais, 2004, ISBN: 972-671-121-5. 237 p.


El objeto principal de la etnografía de Sónia Silva es una cesta en la que se colocan unas piezas que representan hombres, mujeres, cadáveres, esclavos, árboles, caminos, lugares, enfermedades, etc.; en pocas palabras, un microcosmos en que puede verse de todo, con sólo tener la visión adecuada. Sacudiendo estas cestas y leyendo las constelaciones que en ella forman los objetos, los adivinos luvale y de otras etnias de la frontera de Zambia con Angola adivinan el futuro y el pasado de sus clientes y los ayudan a resolver sus problemas y a comprender su frágil condición humana, que a menudo roza la inhumanidad, sobre todo entre la población de refugiados angolanos, la estudiada por Sónia Silva, una población marcada por el silencio, la memoria traumática, la separación, la humillación y la deshumanización propia de la condición de refugiado. La adivinación con cesta es una práctica muy corriente en la región del sur de África central, donde se conoce desde hace por lo menos 300 años en un área de unos 700.000 m2. La práctica ha sido profusamente documentada por la antropología; baste recordar los trabajos clásicos de Victor Turner o los más recientes de René Devish y Filip de Boeck. La autora dialoga con maestría con estos autores, de quienes, sin embargo, dos aspectos la distinguen y le dan originalidad: en primer lugar, el hecho de centrar su estudio en refugiados de un país en otro (mayormente, luvale angolanos refugiados en Zambia para huir de la guerra civil en su país); en segundo lugar, el hecho de centrar su atención en la cesta más que en otros aspectos de la adivinación (Victor Turner había analizado las piezas y su simbolismo, los aspectos lógicos y la racionalidad de la adivinación, así como la personalidad del adivino, pero en sus escritos la materialidad de la cesta no recibía ninguna atención, como tampoco la recibe en los de Devish o de Boeck).

El libro esta dividido en tres partes, siguiendo una estructura propia de un Bildungsroman. ‘Nacimiento’, ‘iniciación’ y ‘madurez’ son, respectivamente, los títulos en que se divide la narración. Pero (y he aquí su originalidad) no es del proceso de aprendizaje de un individuo de lo que estamos hablando, como sería el caso en un Bildungsroman, sino del de un objeto: la cesta de adivinación o lipele. Así vemos, en el capítulo titulado “nacimiento’, la manufacturación de la cesta, la acción poética y laboral de la mujer que la fabrica, capítulo que nos ha recordado al capitulo segundo del famoso Bildungsroman africano L’enfant noir (Camara Laye, 1953), donde se describe minuciosamente la acción creativa de una pieza de oro en manos de un herrero malinké. El segundo capítulo, ´iniciación’, nos muestra con gran detalle el ritual iniciático que transforma la cesta manufacturada en lipele propiamente dicha. En el tercer capítulo, ‘madurez’, vemos la cesta, ya debidamente iniciada, en un diálogo a tres bandas entre las piezas, el adivino y su cliente, ayudando a establecer el diagnóstico y los responsables de la enfermedad de uno de los hijos del consultante. Cada capítulo se divide en dos partes: en la primera Sónia Silva nos presenta el material etnográfico, mientras que en la segunda se aventura a unas reflexiones más profundas y generales (así, en los tres capítulos se discute la cesta, respectivamente, como ‘manera de trabajar’, como ‘manera de hacer’ y como ‘manera de conocer’). Sin duda hay una gran originalidad en presentar una etnografía entorno a un objeto y no entorno a personas, como hasta ahora hacíamos los miembros del gremio de antropólogos. Pero ¿estamos seguros de que éste es un estudio sobre un objeto y no sobre una persona?

La distinción entre cosas y personas no es tan fija como podría parecernos. Conocemos procesos de transformación de una categoría en otra. Pensemos, por ejemplo, en Pinocho, o en los ‘replicantes’ de Blade Runner, ejemplos de objetos manufacturados que se tornan persona (en el caso de Pinocho) o que nos invitan a reflexionar sobre los límites entre ‘objeto’ y ‘sujeto’ en que se enmarca la acción humana (en el caso de Blade Runner). Fijémonos que en el caso de Pinocho hay una intervención sobrenatural que perfecciona la transformación y que, en rigor, la sustrae a la acción humana: me refiero al hada que efectúa la transformación final de Pinocho de muñeco de madera en niño humano. En la creación de ‘replicantes’ en Blade Runner (que en muchos aspectos son más persona que las personas reales) no existe este agente sobrehumano, pero la ironía de los replicantes, que hace que el asesinato de su humano creador parezca más un deicidio que un crimen, nos obliga a reflexionar sobre la capacidad o incapacidad humana para producir seres sintientes. Crear cosas lo hace cualquiera (unos con más gracia que otros), pero sospecho que todas las culturas del mundo estarían de acuerdo en que para crear personas a partir de la simple materia es preciso otro tipo de gracia, una pequeña ayuda sobrenatural, como sobrenatural es la trascendencia que hace a los seres humanos radicalmente diferentes del resto de la creación. Los dos ejemplos sugeridos son procesos de humanización de cosas, pero conocemos también procesos inversos, procesos de cosificación de personas, como la mujer de Lot convertida en roca de sal. Permítanme que recorra a un ejemplo más próximo e inquietante que el de la mujer de Lot. En el relato autobiográfico Si esto es un hombre, Primo Levi nos narra su reclusión en Auschwitz y nos explica viva y trágicamente la vertiginosa rapidez con que las personas en los campos de exterminio nazis perdían su trascendencia y dignidad para ser transformadas en cosas que podían ser aniquiladas por completo. La lucha que los prisioneros tenían que hacer para pensarse y recordarse a sí mismos como personas era, literalmente, una lucha infernal. Recientemente, el antropólogo británico David Parkin ha escrito un sugerente análisis de la obra de Levi en el que pone de relieve la importancia que recibían los objetos (cucharas, zapatos, ropa) para mantener la identidad y la auto-noción de persona de los reclusos. Reciclando un viejo concepto del psicoanálisis, Parkin denomina a este tipo de objetos ‘objetos transicionales’, y los halla también en los campos de refugiados que ha conocido en el continente africano, donde la gente vive aferrada a los pocos objetos que poseen y que funcionan como balsas identitarias en ese maremagnum liminal que era el campo de refugiados.[v. Parkin, David, ‘Mementoes as transitional objects in human displacement’, Journal of Material Culture, 4 (3), 1999: 303-320. ] ¿Qué seríamos sin el universo de objetos que nos rodea y en el que proyectamos y reencontramos nuestra identidad? ¿Acaso no seríamos también nosotros objetos? A través de los objetos mantenemos más o menos estable nuestra auto-percepción de persona, como han argumentado Parkin y muchos otros autores (Hannah Arendt tiene también unas reflexiones al respecto en The Human Condition, recogidas por Sónia Silva). Sónia Silva lo suscribe; la autora trabajó entre refugiados, gente a menudo condenada a ser cosa y que reencuentra su propia persona en objetos, entre los cuales la lipele, la cesta de adivinación, constituye un caso aparte: a diferencia de los ‘objetos transicionales’, la lipele es un objeto activo: habla, participa y crea mundo. Lo que hace que la lipele ayude a recobrar la identidad de las personas no es la estabilidad de su materialidad, como sería el caso de los objetos analizados por Parkin o por Arendt, sino el efecto inmaterial de su propia acción.

¿Es pues la lipele un objeto? La respuesta es que no del todo. El modo de existencia propio de la lipele es la ‘ambigüedad ontológica’, a medio camino entre el objeto y la persona, como ambiguo es también el adivino: agente liminal entre la vida social y la vida espiritual (cuando adivina, lo hace poseído por el espíritu kayongo) y entre la persona y el objeto, ya que también él, para adivinar, tiene que desaparecer como persona y convertirse en receptáculo del espíritu kayongo. En las precarias condiciones de vida de los refugiados, gente marginada, anomalías dentro del estado nación moderno, la persona tiende a la cosificación. Algún autor ha llegado a decir que los refugiados se mueven más por inercia que por voluntad, como si fueran bolas de billar (metáfora sin embargo rechazada por Sónia Silva, para quien, a pesar de todo, las personas siempre conservan su capacidad de acción, incluso en las condiciones más adversas). Pero la cosificación de personas no es único proceso que podemos observar en estas condiciones adversas. También se da, como argumentaba Parkin en el artículo citado, un proceso de humanización de los objetos, en relación dialéctica con el de a cosificación de los seres humanos; es este doble proceso, precisamente, el analizado en este libro. Tras seguir los debidos rituales iniciáticos, la cesta de adivinación de los luvale consigue expresar su voz propia y participar de la vida social, dialogando con los clientes y con el adivino, poseído por kayongo. Sónia Silva nos explica que pese a la centralidad ritual de la lipele y del adivino, ambos tienen que desaparecer: el adivino, que sacude un enorme cascabel doble mientras adivina, se tiene que anular, y la lipele también; los médiums desaparecen para dar relevancia al mensaje que transmiten. En el ritual y en el simbolismo de la adivinación se privilegia la transparencia sobre la opacidad, la apertura sobre el cierre. Lo que la lipele consigue es reconstruir el flujo social y emocional entre las personas, conducirlas de la oscuridad de la ignorancia y de la angustia en que viven hacia el claro de la comprensión y del diálogo.

En el primer capítulo del libro vemos a una mujer tejiendo una cesta con raíces del árbol kenge. Todas las cestas en espiral se fabrican de igual modo, tejiendo una raíz de kenge (lo que diferencia una cesta en espiral normal de una cesta de adivinación es el rito al que se someterá la segunda). Será útil recordar aquí que en muchas culturas la creación del mundo se representa como un tejer (a veces, como en la conocida cosmogonía dogon y en algunas cosmogonías orientales, este tejido primordial se identifica con la voz creadora). Mediante el acto mito-poético por antonomasia que es el tejer, la mujer luvele da forma a lo que más tarde será la cesta de adivinación, especie de receptáculo pre-significativo enraizado en las profundidades de la tierra... Señalemos que la mujer que fabrica la lipele tiene que ser una mujer mayor, que ya no sea fértil. Sin duda el acto de creación de la lipele sería demasiado peligroso para una mujer fértil. Pero tal vez lo que más sorprenda en este capítulo sea leer que, para que sea lipele y no mera cesta, la cesta recién tejida tiene que ser robada por el adivino para quién se fabrica y, además, la mujer que la tejió tiene que maldecir al adivinador golpeando contra el suelo con un bastón. Si no es robada y si el ladrón de adivinador no es maldecido por la tejedora, la lipele carecerá de poder adivinador. Sónia Silva no interpreta este dato, pero hay dos aspectos que se desprenden fácilmente de su narración. En primer lugar, al ser robado, el objeto es secuestrado de su ciclo comercial: aunque el adivinador pagó por ella, la lipele no es una mera mercancía. En según lugar, al robar se refuerza el carácter de trickster del adivino, quien, como el Prometeo de la mitología griega, tiene que sustraer audazmente los poderes creativos en beneficio de la humanidad. Pero, a diferencia del Prometeo griego, el adivino luvale no roba el poder creativo a los dioses, sino a la mujer, un tema recurrente en los sistemas de pensamiento africanos. Volveré sobre ello.

En el segundo capítulo tenemos ya la cesta fabricada y debidamente ‘robada’; suponemos, también, que Sakutemba, el adivino para quien se fabricó, ha sido maldecido, si bien Sónia Silva no pudo asistir a la maldición por culpa de su perro: imponderables de la vida cotidiana de la antropóloga. Ahora la cesta tiene que transformarse en lipele, y para tal deberá someterse a un rito de paso, un rito nocturno, pues los poderes de la adivinación están asociados a la siniestra oscuridad del mundo invisible. Esta iniciación debe cumplirse con la paralela iniciación del adivino para quien se fabricó la cesta. Aunque el hombre (en este caso Sakutemba) ya fuera adivino con anterioridad, tiene que re-iniciarse cada vez que cambie de cesta (normalmente, cambian de cesta cuando ésta se les hace vieja) ya que el objetivo del ritual no es sólo iniciar la cesta en su nueva función, sino establecer una conexión intima entre la cesta y su adivino. Una parte central del rito consiste en hacer comer un corazón de pollo al adivino. El corazón del pollo es atravesado por una astilla. Según los luvale, cada vez que el adivino practique sus mánticas artes con la cesta, la astilla se clavará en sus entrañas. Será precisamente el dolor de la clavazón lo que le indicará si está haciendo la interpretación adecuada de las piezas que se le aparecen en la cesta. El dolor se sitúa así en el centro mismo de la adivinación. El adivino sufre, y porque sufre tiene una capacidad extraordinaria para percibir el sufrimiento del próximo. Esta forma de concebir la adivinación como dolor es común a la mayoría de pueblos del África central. Entre los luvale, sólo podrá ser adivino aquél que sufriera una enfermedad determinada para cuya curación tuviera que dejarse poseer por kayongo, el espíritu de la adivinación. La posesión y la capacidad de adivinar serán su curación, pero cada vez que quiera dejar de adivinar, el hombre volverá a ser acometido de su enfermedad. Kayongo, un espíritu metafóricamente asociado con el viento, es también el espíritu que toma posesión de la nueva lipele mediante la transferencia de las piezas de la antigua lipele a la nueva.

El tercer capítulo, ‘madurez’, es una descripción etnográfica de un ritual en que se trata de encontrar explicación para la extraña enfermedad que acomete al hijo del cliente. Sónia Silva, que siguió el proceso con envidiable atención científica, nos describe con todo el detalle la forma en que cada pieza va apareciendo y como la interpretación que da el adivino va llevando poco a poco al cliente a una comprensión de la realidad que lo atormenta. Los luvale, que afirman que ‘en el inicio de un cesto en espiral hay siempre un nudo’ (p. 66), explican la adivinación con una metáfora espacial, como un viaje que lleva al cliente de la oscuridad de sus preocupaciones a la claridad del conocimiento; casi podríamos decir que ven la adivinación como Wittgenstein veía la filosofía: como la ayuda que se ofrece a la mosca para que halle el camino del fondo del vaso-trampa al aire puro de la libertad. Este capítulo es un tour de force etnográfico en el que vemos el lado ‘performativo’ de la adivinación; casi oímos las fórmulas, las repeticiones rituales de los ayudantes, el sonido del doble cascabel con el que se inicia la sesión. Precisamente este carácter ‘performativo’ es lo que permite a Sónia Silva, en el apartado teórico del capitulo, criticar a aquellos autores, como Victor Turner, para quienes la adivinación era un ejercicio intelectual consistente en interpretar la disposición de las figuras que aparecen en la cesta como quien interpreta, digamos, las cartas del tarot. Para Sónia Silva, el tipo de conocimiento adivinador no es una mera lectura, sino un conocimiento corporal en el que tan importante es lo que lee la mente como el movimiento preciso de las manos o la pronuncia exacta de varias fórmulas repetitivas. Además, no es exactamente un conocimiento individual, pues la buena ‘performance’ del adivino dependerá de la forma en que lo ayuden quienes lo rodean, incluido el cliente, a quien, en el estudio de caso aquí analizado, se le critica de hecho por colaborar poco. Estas reflexiones son muy oportunas y se encauzan con debates muy actuales de la antropología del conocimiento y del aprendizaje.

Me gustaría volver aquí, como he prometido más arriba, al doble tema del género y el acto creativo. Recordemos que la cesta con que los luvale adivinan es siempre tejida por una mujer, como todas las cestas, pero que el adivino de lipele es siempre un hombre (existen otras formas de adivinación que pueden ser oficiadas por una mujer). En el momento en que termina de tejerla, el adivino para quien la lipele ha sido fabricada tiene que ir a casa de la mujer y robársela. Naturalmente, este robo es pura ficción: la mujer sabe que el adivino irá a robarle la cesta y, de hecho, cuando la ha terminado la deposita en un lugar bien visible y fácil de prender para cuando vaya el adivino a llevársela. Cuando la mujer se dé cuenta de que le han ‘robado’ la cesta, tendrá que maldecir al adivino, golpeando contra el suelo con un bastón y pronunciando una maldición. Sin todo este jaleo, la cesta no tendría efecto alguno. ¿Por qué? Para intentar hallar una explicación a esta exigencia tan incomprensible, tendremos que remontarnos al mito de origen de la adivinación. Según los luvale, el primer oráculo del mundo fue entregado por el ‘matrimonio primordial’, Nyamutu y Samutu, a una mujer llamada Nyakweleka. Existen diversas versiones sobre qué tipo de oráculo practicaba Nyakweleka. Según unos, se trataba de una calabaza, símbolo de feminidad en muchas culturas africanas; aún hoy, algunas etnias centro-africanas practican la adivinación con calabaza. Según otros, era un bastón, también usado como oráculo entre algunas culturas de la región. En cualquier caso, Nyakweleka adivinaba, según algunas versiones, desde un termitero. Un día, su marido le pidió que le hiciera una cesta con raíces de kenge, y a partir de aquel momento Nyakweleka no volvió a adivinar nunca más. Su marido, en cambio, pasó a ser el primer adivino de lipele. Según una versión recogida por Sónia Silva, al cabo de un tiempo de practicar la adivinación, el marido fue poseído por un espíritu. Nyakweleka, excepcionalmente, volvió a usar su propio oráculo y supo que su marido había sido poseído por el espíritu kayongo. Entonces ella ‘tocó los tambores’ para él y fue así como su marido quedó propiamente iniciado a la adivinación. Durante largo tiempo continuó adivinando, dividiéndose con su esposa las ganancias que le reportaba su nuevo oficio. Cuando Nyakweleka murió, el marido dijo a los parientes de su esposa que él quería seguir practicando la adivinación con cesta para mantener a los hijos que había tenido con ella. Los parientes estuvieron de acuerdo y él siguió adivinando, pero al cabo de un tiempo volvió a su tierra, llevándose el oráculo consigo. Los luvale se refieren hoy a esta transferencia del poder femenino al masculino con el proverbio ‘el arco pertenecía a una mujer y un hombre se lo quitó’ (p. 93; p. 113). Esta transferencia de poder también se da en la historia política y aun en la misma etnogénesis de los luvale, ya que éstos se consideran sobrinos de Luweji, una jefa a quien su marido usurpó el trono indebidamente. Furioso contra su cuñado, Chinyama, hermano de Luweji, decidió abandonar el territorio y se fue para el sur, donde fundó el pueblo luvale, que continúo siendo matrilineal. Pero hoy se observa con mayor fuerza que nunca que la patrilinealidad se impone. Antes, los luvale decían que ‘el gallo procrea, pero los pollitos pertenecen a la gallina’ (p. 187, n. 182). Hoy, las cosas cambian; Sapasa, uno de los amigos de Sónia Silva, le expresó el sentimiento de que los días en que los pollitos pertenecían a la gallina estaban contados; actualmente, le dijo, ‘la gallina tiene los pollitos, pero éstos pertenecen al gallo’ (p. 187).

Creo que el tema de la transferencia de poder femenino al masculino podría haber sido un poco más profundizado y ligado con otros temas del pensamiento y de la estructura social luvale. Como vimos, Sónia Silva se limita a suscribir una versión del mito según la cual el marido de Nyakweleka le pidió que le hiciera una cesta de raíces de kenge y con ella comenzó a adivinar; sin embargo, en otro de los relatos que la autora recoge, leemos que ‘el primer oráculo pertenecía a una mujer, no a un hombre. Los dos se pelearon por el’ (p. 93). La transferencia, pues, por lo menos en esta segunda versión, no fue pacífica y por lo tanto no fue exactamente una dádiva que Nyakweleka hizo a su marido, sino una usurpación que le hizo él. Supongo que esto hace que aún hoy en día la fabricación de la cesta tenga que ir acompañada de su robo por el adivino, por mucho que sea al adivino, y no a la fabricadora, a quien kayongo posea. El robo ritualizado actualiza la usurpación primordial, explicada en el mito. Dando alas a nuestra imaginación interpretativa, podríamos decir que lo que el hombre roba a la mujer no es la cesta en sí, sino la magia asociada al acto creativo. La mujer tiene el don de la creación: crea vida al traer niños al mundo, crea cestas tejiéndolas en espiral y, en el pasado, creaba también realidad social al tener poderes para adivinar con cesta, que hoy son posesión exclusiva del hombre. La esfericidad de la lipele, como la de la calabaza que, según el mito, la precedió, nos recuerda a la matriz original de donde todo surge, una matriz genésica y femenina ahora secuestrada por los hombres, de forma parecida a como en el ritual mukanda, en el que se inician los niños a la vida adulta (sólo mencionado de paso por Sónia Silva, pero analizado con gran detalle por Victor Turner), la construcción social de hombres adultos se cumple en gran tensión con la realidad femenina y con la maternidad: las mujeres crean vida, pero en el mukanda son los hombres quienes, usurpando un poder femenino, hacen hombres. Esta no es una característica exclusiva de sociedades matrilineales como los luvale de esta etnografía o sus vecinos ndembu, entre quienes vivió Turner, sino que parece ser una característica estructural de muchas sociedades humanas, ya sean patrilineales o matrilineales (la misma tensión entre iniciación y maternidad y entre poderes creativos masculinos y femeninos aparece la obra ya mencionada L’enfant noir, cuya acción transcurre en una aldea malinké, pueblo patrilineal del África occidental).

Pero estamos sin duda alejándonos del objeto de esta etnografía, que no es otro que la lipele, y de sus virtudes, que son muchas. Al centrarse en la cesta y en los luvale refugiados, el libro rellena un vacío en los estudios, siempre crecientes, de la adivinación con cesta; constituye un excelente estudio de cultura material documentando la forma activa en que ciertos objetos colaboran en la construcción social de la realidad, e interesará tanto a quienes trabajen con refugiados como a quienes se interesen por las dinámicas de transmisión y distribución del conocimiento. Metodológicamente, Sónia Silva nos parece una etnógrafa ejemplar. Aparece en el texto en numerosas ocasiones; su perro le impide atender un ritual; se enfurece con algunos adivinos; tiene que apelar a la compasión humana para conseguir que se la comprenda. Sin embargo, estas apariciones están rigurosamente mantenidas a una mera presencia que ameniza el contenido científico de su monografía, sin alterarlo apenas. Así como un buen adivino tiene que desaparecer para convertirse en mero receptáculo de kayongo y como una buena lipele al sacudirse tiene que limar toda su relevancia para dársela al mensaje que transmite, así también la autora consigue desaparecer y entregarnos un texto que, a diferencia de tanto textos escritos por antropólogos de hoy, tendrá plena validez en el futuro lejano, pues no documenta las tribulaciones de una antropóloga en África, sino algo tan universal como la dura condición humana a través de algo tan particular como la solución que ofrece la materialidad de la lipele.






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